Ya es costumbre, y la gente se ha adaptado. Por lo visto las autoridades también lo han hecho, porque al parecer la satisfacción supera cualquier percance, entonces las cosas se dan como siempre, en las mismas condiciones. Es como el oráculo, sólo que nadie tiene interés de tomar en cuenta las predicciones, de hecho, los hinchas comienzan a hacer sus apuestas y se adelantan a ser coronados.
El estadio se encuentra dividido, y en las respectivas cuadras, cada una teñida con su correspondiente color, tanto hombres como mujeres, adultos y niños, rozan sus cuerpos sudorosos los unos con los otros sin importar lo asqueroso que resulta ser. Es que nadie quiere perderse un clásico.
Azules por un lado, albos por el otro; los jugadores en la cancha y el reloj sincronizado para noventa minutos de pasión, cigarros, improperios, uñas comidas, cantos de alabanza y gargantas desgarradas. Dada la señal, la pelota comienza a rodar siendo impulsada por suaves toques que van aumentando de manera gradual su potencia hasta alcanzar la velocidad suficiente como para mantener los ojos del público en constante ejercicio también. El juego se desarrolla con calma, porque ni uno de los que corre quiere perderse la oportunidad de ser patrocinado o en el más destacado de los casos irse del país con un cuantioso contrato al extranjero.
Es fácil decirlo, pero en estas circunstancias el cuadro es una exageración idílica, ya que con el transcurso del partido, en el pasado van quedando las ganas de alzar la copa y celebrar la victoria en equipo. Ahora sólo se trata del triunfo personal y de las ganas de uno solo por pegarle en las canillas al otro, que según la farándula, se fue con su novia al departamento de ella luego de una fiesta a la cual él no fue invitado. “¡Falta señores!”, confirma el comentarista.
Pegados a la reja se encuentra la mayoría esperando ver el desenlace. Aunque se trate de la misma regresión que les mostrará el final de siempre, persisten y esperan salir campantes. Ilusos, hipócritas, sadomasoquistas.
Y como en el juego las manos se penalizan, patadas voladoras de casi tres metros de altura iban y venían en todas direcciones, pero a puntos exactos como: cabeza, cuello, hombro, abdomen o cualquier parte sensible.
De repente, un silencio se sintió y todo lo que se acostumbra a oír no estaba presente; no había ovación del público, faltaban los silbidos, el confort en la cancha, la bengala loca, pero por sobretodo, no estaban los hinchas. Todo el apoyo que los jugadores esperaban ya no estaba, el estadio quedó vacío los fanáticos se encontraban imitando a sus ídolos en las calles. La diferencia era que fuera del estadio no había instituciones como la FIFA, sino Carabineros, no peleaban jugadores, más bien gente real y en vez de combos recibías balas.
“Son cosas del fútbol” dirían. Corrección. Son clásicos del fútbol.
miércoles, 6 de octubre de 2010
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